lunes, 7 de marzo de 2011

la playa

Pasan los días y todo permanece intacto en la isla. El mar, las olas, el sol, el horizonte. Desde lo alto de esta colina todo parece inamovible, perenne. El esmeralda, el turquesa, hasta esa mezcla de color arena-bronceado mantiene su tonalidad. Ay!, esas playas de tono bronceado. Ideales para recorrerlas y perder las horas examinando al detalle las pequeñas dunas de arena, y descubrir nuevos mundos en las siempre oscuras cavernas de las calas. Sólo los turistas ocasionales, los amantes desterrados, o los curiosos de las sensaciones de un día de placer enturbiaban el paisaje que la naturaleza había brindado a mis ojos. El aire del norte todavía limpia mi cara y me produce escalofríos, sensación que era ajena a mí desde mi huída.

Cogí mi maleta y partí. Llevaba tiempo planeando ese viaje, pero no sabía con certeza a donde me llevaría. Quizá a la puerta mi destino. Quizá de vuelta. O puede que a ninguna parte. Pero huí, sobre todo, para encontrar algo que llevaba mucho tiempo buscando: la felicidad innata, la que nace de dentro porque sí. Ésa y no toda la chabacanería barata, sucedáneo de felicidad, que nos intentan inculcar desde que somos niños.

La llegada aquí fue un cúmulo de sensaciones. Nerviosismo, incertidumbre, excitación, éxtasis... Las tardes perdido en la maleza de la pequeña arboleda. Las mañanas revolcándome en la arena. Las carreras por la orilla persiguiendo al conejo blanco. Las horas sentado en lo alto de la colina más alta de toda la isla. Colina en la que actualmente me encuentro.

Ya no quiero curiosidad. Ya no quiero inquietud. Deseo la tranquilidad que produce el sonido de las olas del mar durante la siesta vespertina. Los escalofríos de una pluma por la espalda. Los susurros del viento a través de las ramas de los árboles. La sensación de los granos de arena recorriendo mi cuerpo. El saber que todo volverá a estar así, tal cual lo dejé la otra mañana.

2 comentarios: